
Me recogía un coche negro discreto y elegante. Un caballero de traje, cabellos rubios, pieles blancas y corbata lila grisácea. Era guapo, eso no puede negarse. Llamaba a mi móvil y alzaba la mano entre la blanca marea de taxis a la salida del aeropuerto de Barajas… Como un príncipe en busca de su princesa. Era mi príncipe Cabify.Vino hacia mí, se presentó como Héctor -aunque para mí tenía cara de Adrián-, tomó mi maleta entre sus manos, y comenzó a andar hacia su corcel negro.
Dentro del coche y con una sonrisa me preguntó: «¿Hacia dónde se dirige?» «Al Palacete de Fernando el Santo. Calle homónima, número 14″. Una vez actualizado el GPS, y puesto en marcha el motor se dirigió nuevamente a mí: «¿Qué tal está de temperatura?» ¿Yo? Contigo ¡hot! ¡hot! ¡HOT! Entre el vestido, el palacete y el galán, aún no estoy segura si hoy soy realmente la princesa que mamá mencionaba de pequeña. Con el millonario con que soñaba… Perdona… «Muy bien, gracias». «¿Algo de música?» ¿Aparcas y bailamos? ¿Es este mi príncipe convertido en chófer? «Sí, ¿por qué no?»
A medida que el corcel negro se sumergía en la ciudad, nuestras conversaciones se tornaban más interesantes. Nos conocíamos de a poco. Él de Madrid, yo de tantas partes. Él chófer, yo artista. Esto es como una cita a ciegas organizada por un cupido.
En la puerta del palacete se detuvieron el motor y nuestras historias. Se bajó del coche, me abrió la puerta y de aquella brillante sonrisa salió un despedida: «Ha sido un gusto conocerla». «Lo mismo digo. Gracias por una mañana tan maravillosa» dije devolviéndole la sonrisa. Ese fue, naturalmente, el primero y último día que vi a mi príncipe Cabify.
Tengo su teléfono entre mis llamadas perdidas, ya podría quedar con él…
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